Existe una palabra que describe mejor que ninguna otra lo que el Gobierno de Berlusconi ha sido para Italia, lo que realmente lo ha caracterizado en el sentido político y en el económico, y esa palabra es inmovilismo. En los últimos 20 años no ha sucedido nada en favor del país. No se ha hecho ni una sola de las reformas prometidas en 1994 que hubieran contribuido a conjurar la crisis que ahora está viviendo Italia. Ironías del destino, precisamente Silvio Berlusconi, que siempre se ha jactado de haber creado un imperio de la nada, de haber encarnado el sueño americano del self-made man, hombre que triunfa en la vida por esfuerzo propio, hijo de sus propias obras, que siempre se ha considerado campeón en materia de números y dinero, se ha visto desbordado en lo que se sentía omnipotente y por aquello que siempre dijo que era su propio elemento: por el mercado. Ha sido el comisario de una economía que ya no podía fiarse de su gestión.
Ennio Flaiano, genial escritor italiano, decía que en Italia la línea más corta entre dos puntos es el arabesco. Los casi 20 años del Gobierno de Berlusconi han sido un arabesco: la línea más larga posible entre lo viejo y lo viejo que se hacía pasar por nuevo. Cuántas mentiras en estos 20 años, cuántas mistificaciones... Desde los falsos orígenes humildes, para que el italiano medio pudiese identificarse con él, a la mentira mayor de todas, pasada de boca en boca y progresivamente vacía de todo significado. La mentira según la cual un hombre que ha creado un imperio, que es rico y que está al frente de empresas prósperas —o que parecían serlo— no tiene necesidad de robar, de sustraer dinero público al país, como lo habían hecho los partidos en la Primera República. Un sueño que se basó en embustes y engaños porque fue preciso que Berlusconi controlara la situación.
Por otra parte, él mismo repetía que su entrada en la política se había producido para tutelar sus propios intereses. Los suyos personales y los de sus empresas. Y es exactamente eso a lo que hemos asistido durante los 20 años en los que ha sido protagonista indiscutido de la escena política italiana. Sus cargos institucionales han coincidido con sus negocios privados. Los mismos jefes de Estado extranjeros que en los pasados años se han mostrado más cercanos a él, no han sido sino sus socios.
Ni una sola ley de su Gobierno para el Estado, ni una sola ley que, en todos estos años, haya proporcionado a la economía los instrumentos necesarios para enfrentar la crisis que asomaba por el horizonte. Ninguna ley para Italia, solo leyes para él. Y no porque le faltasen los números en el Parlamento. Ha gozado, y durante mucho tiempo, de una mayoría increíblemente fuerte que le habría permitido realizar las reformas que habían hecho de él —al día siguiente del terremoto judicial que había destruido a los viejos partidos italianos en los años noventa— el hombre nuevo, el viento nuevo, el campeón del reformismo liberal que él contraponía al estancamiento de las izquierdas incapaces de transformarse. No a la reforma de la justicia, no a la de las pensiones, nulas perspectivas para las nuevas generaciones víctimas de una nefasta desregulación del mercado de trabajo que ha traído consigo una precarización encaminada únicamente a favorecer a las empresas que explotan a los trabajadores.
En Italia, el sector público está en la ruina, la sanidad no tiene unos estándares dignos de Europa, la escuela, la Universidad y la investigación renquean. Durante años el Parlamento se ha dedicado a discutir, enmendar y votar leyes ad personam y leyes que hemos denominado ad aziendam.
De algunas se interpreta el sentido con su simple nombre. Otras llevan el nombre de los fidelísimos a Berlusconi. Otras incluso le favorecen a él y a sus empresas indirectamente; otras han servido de manera demasiado evidente para legitimar, salvar, proteger del colapso a las empresas del primer ministro« las ha habido para listas electorales presentadas fuera de plazo o, todavía más a menudo, para obstaculizar los procesos en los que el primer ministro estaba y está imputado. En 2001, el Gobierno italiano fue el único en Europa que no firmó para combatir los delitos financieros.
Resumiendo que Italia estara mejor sin él
Ennio Flaiano, genial escritor italiano, decía que en Italia la línea más corta entre dos puntos es el arabesco. Los casi 20 años del Gobierno de Berlusconi han sido un arabesco: la línea más larga posible entre lo viejo y lo viejo que se hacía pasar por nuevo. Cuántas mentiras en estos 20 años, cuántas mistificaciones... Desde los falsos orígenes humildes, para que el italiano medio pudiese identificarse con él, a la mentira mayor de todas, pasada de boca en boca y progresivamente vacía de todo significado. La mentira según la cual un hombre que ha creado un imperio, que es rico y que está al frente de empresas prósperas —o que parecían serlo— no tiene necesidad de robar, de sustraer dinero público al país, como lo habían hecho los partidos en la Primera República. Un sueño que se basó en embustes y engaños porque fue preciso que Berlusconi controlara la situación.
Por otra parte, él mismo repetía que su entrada en la política se había producido para tutelar sus propios intereses. Los suyos personales y los de sus empresas. Y es exactamente eso a lo que hemos asistido durante los 20 años en los que ha sido protagonista indiscutido de la escena política italiana. Sus cargos institucionales han coincidido con sus negocios privados. Los mismos jefes de Estado extranjeros que en los pasados años se han mostrado más cercanos a él, no han sido sino sus socios.
Ni una sola ley de su Gobierno para el Estado, ni una sola ley que, en todos estos años, haya proporcionado a la economía los instrumentos necesarios para enfrentar la crisis que asomaba por el horizonte. Ninguna ley para Italia, solo leyes para él. Y no porque le faltasen los números en el Parlamento. Ha gozado, y durante mucho tiempo, de una mayoría increíblemente fuerte que le habría permitido realizar las reformas que habían hecho de él —al día siguiente del terremoto judicial que había destruido a los viejos partidos italianos en los años noventa— el hombre nuevo, el viento nuevo, el campeón del reformismo liberal que él contraponía al estancamiento de las izquierdas incapaces de transformarse. No a la reforma de la justicia, no a la de las pensiones, nulas perspectivas para las nuevas generaciones víctimas de una nefasta desregulación del mercado de trabajo que ha traído consigo una precarización encaminada únicamente a favorecer a las empresas que explotan a los trabajadores.
En Italia, el sector público está en la ruina, la sanidad no tiene unos estándares dignos de Europa, la escuela, la Universidad y la investigación renquean. Durante años el Parlamento se ha dedicado a discutir, enmendar y votar leyes ad personam y leyes que hemos denominado ad aziendam.
De algunas se interpreta el sentido con su simple nombre. Otras llevan el nombre de los fidelísimos a Berlusconi. Otras incluso le favorecen a él y a sus empresas indirectamente; otras han servido de manera demasiado evidente para legitimar, salvar, proteger del colapso a las empresas del primer ministro« las ha habido para listas electorales presentadas fuera de plazo o, todavía más a menudo, para obstaculizar los procesos en los que el primer ministro estaba y está imputado. En 2001, el Gobierno italiano fue el único en Europa que no firmó para combatir los delitos financieros.
Resumiendo que Italia estara mejor sin él
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